Wednesday, May 28, 2014

La luna nos pertenece a todos

¿Por qué me ha encantado el capítulo final de esta (primera parte de la) séptima temporada de Mad men y, en general, toda la séptima temporada?
- Sale mucho Sally Draper, que ya fuma en la mejor tradición bitchy de su madre. Cada escena de la maravillosa serie que podría contarse con su adolescencia (una mezcla de My so called life y la propia Mad men) nos regocija profundamente, desde aquel capítulo de la temporada seis en el que pasaba un tiempo de prueba en el internado hasta este último capítulo final, en el que la vemos tomar la iniciativa y encenderse un pitillo desdeñosa, porque los niños siguen siendo niños.

- Las secretarias negras han salido menos de lo esperado, pero su escena de intercambio de nombres me parece uno de los mejores y más destilados ejemplos de lo fino que hila y lo elegante que puede ser esta serie a la hora de decir muchas cosas con tres palabras.
- Se habla de dinero, ¡y cómo! Sin dobles entendidos, sin interpretaciones posibles, se dicen cifras redondas que los de Vulture tienen a bien ajustar a la inflación para que flipemos aquí, comprobando por ejemplo que en dineros de hoy, Joan ganaría unos -ejem- diez millones de dólares. Hora de que se mude de ese pisito rosa de dos habitaciones que comparte con su madre y su hijo.
- Oficina, mucha oficina, muchas puertas que se abren y se cierran y mucho discurso sobre la importancia del trabajo. Momento de confidencias laborales entre Peggy y Joan (qué gusto dan esas interacciones) y, entre medias, dos salidas al campo: una para que Betty beba leche recién ordeñada de un barreño y otra para un interludio hippie de Roger Sterling de embarradas consecuencias.
- El paso del tiempo, que en otras temporadas quedaba muy en el aire y no sabías muy bien si habían pasado dos meses o dos días desde el capítulo anterior, ha estado en esta ocasión muy marcado y definido. No es que importase la ambigüedad, porque al fin y al cabo así pasa en la vida, que los meses transcurren sin nada reseñable y a veces en una semana todo se desencadena, pero ha sido interesante ver cómo las fechas de la séptima temporada (San Valentín, el asesinato de Robert Kennedy, la llegada del hombre a la luna) iban quedando explicitadas.
- Capítulo final en el que, una vez más, la historia del país y la historia de la agencia confluyen, como ya lo hicieron en su día durante el fin de semana de la invasión de bahía Cochinos. Hay gente que odia los capítulos "históricos" de Mad men por considerarlos demasiado obvios, pretenciosos y forzados. A mí me encantan. Este de la luna me ha emocionado sobremanera y hecho exclamar ¡viva la tele!, porque si algo hace que nos reafirmemos en el amor a ese diabólico electrodoméstico son los eventos globales que nos hacen estar a todos delante (más delante de lo normal), véase un 11-s, una tregua de ETA o una final de Gran Hermano. De todos modos mis favoritos siguen siendo el de la muerte de Marilyn, lejano ya, y el del asesinato de Martin Luther King en la sexta temporada, ese en el que Don va con Bobby a ver El planeta de los simios y les flipa tanto que se quedan hasta la siguiente sesión.
- Hablando de tele, el televisor es omnipresente. Invade la casa de Megan como símbolo del pollazo en la mesa que quiere dar Don marcando que ese también es su territorio, un televisor gigantesco con consola incluida que le sienta a esa casita de los Ángeles como a un santo dos pistolas. A lo largo de la serie hemos ido viendo cómo la tele se hacía más presente y acababa por invadir todos los espacios de la casa. Me ha recordado mucho a cuando decían que si Hitchcock hubiese querido rodar "La ventana indiscreta" cinco años después, no hubiese podido, porque todo el mundo estaría en sus casas viendo la tele (en vez de follando, haciendo gimnasia o matando a su esposa).
- La ropita: hablar de la moda y Mad men está de más ya, pero diremos que esta temporada fue tan fabulosa como siempre, que la ropa contó tantas historias como los silencios, y que Joan se puso botas. 
- Ha habido momentos de comunión entre Peggy y Don al nivel The suitcase, y por manida que tengamos My way, qué emocionante ha sido escucharla en ese contexto.
- Y hablando de emociones, la última escena del episodio dos es capaz de emocionarnos hasta la lágrima en un solo instante: ese instante en el que Sally sale del coche de su padre, se gira hacia él y le dice: "Feliz San Valentín, papá. Te quiero".

Thursday, May 22, 2014

Decoración de interiores según Woody Allen: Stardust memories

Entre los numerosos recuerdos, ensoñaciones, ficciones y pesadillas que componen esta película todos recordamos las escenas en el apartamento de Sandy Bates, el protagonista, sobre todo por ese hallazgo del papel de pared que va cambiando según los sentimientos de éste. Simple y genial, cambia completamente el espíritu de la vivienda.

 La primera aparición es tan llamativa que es la que ha quedado para los restos en la cabeza de todos, pero hay más, y alguna bastante más inquietante. Aquí, a la derecha, la estantería con un aparato de música seguramente ultramoderno y maravilloso.

 Los días felices con Dorrie representados con una imagen de Groucho Marx, ese leit motiv en las películas de Allen que simboliza las razones para seguir viviendo:

Dorrie en pleno bajón de litio:

 Plano del sofá con la terraza de fondo por la que se cuela una paloma. Claro que nadie puede fijar la vista en los muebles de mimbre porque es imposible quitar los ojos de la estructura ósea de Charlotte Rampling.

El cartel más desasosegante entre otras cosas porque es medio predictivo del futuro es este, un recorte de periódico con una noticia en la que aparece bien clara la palabra INCESTO, en una escena en la que Dorrie le recrimina a Sandy que se haya puesto a flirtear con su prima, una niña de 13 años. Él lo niega y le dice que es una locura, y ella le replica "Yo solía jugar con mi padre todo el tiempo a ese juego que os traíais los dos". Boom.

Sunday, May 18, 2014

Decoración de interiores según Woody Allen: Alice

La casa de Mia Farrow en Alice es noventerísima, fría e impersonal. Todo es metacrilato, sofás de cuero bueno pero que parecen de sky, moqueta, vidrio y largos pasillos que recuerdan a los de un hotel. Es lujoso, pero desangelado, como la vida que lleva el personaje y que no encaja en realidad con lo que ella piensa que tiene que ser la existencia.





En cambio la casa de Joe, el artista, el amante, el follarín de pobladas cejas, es una de esas muestras del talento que tiene Woody Allen (o el equipo que trabaja con él) para lograr casas que parecen vividas, lo suficientemente reales como para que no parezcan arancadas de un Architectural Digest y lo suficientemente hermosas como para que nos pasemos el resto de la vida soñando con ellas. Hay una colcha de punto a rayas multicolores sobre la cama, una butaca de cuero marrón, una manta de patchwork y un maravilloso techo abuhardillado de cristal para contemplar la lluvia durante horas.




Tuesday, May 06, 2014

Mueve tu cucu

Vaya por delante que no tengo nada en contra de James McAvoy (le amo pese a su tendencia a la jeremyrennerización), Michael Fassbender (la estrella con cara de violador que el mundo necesitaba) ni Hugh Jackman (el hombre que lo hace todo bien y a quien es imposible odiar), y que las películas de la patrulla X me parecen más que bien y más que dignas, pero veo el episodio promocional de estos tres bailando Blurred lines y lo que viene a mi mente no es deseo animal, sino mis adjetivos más odiados, a saber: crack, figura, campeón, rompebragas, el puto amo, canalla...
(Aunque agradezco el episodio porque se ha demostrado que lo que bailaban Fassy y la ameba-pero-no-obstante-icono-sexual conocida como Benedict Cumberbatch en los globos de oro mientras les sacaban esa foto, una de las imágenes que definirá nuestra época, también muy de figuras y de pedazo de cracks, debía de ser, efectivamente, Blurred lines).