Wednesday, December 29, 2010

¿Qué es el fin de semana?

Como amenazaba en la entrada anterior, me puse a ver Dowton Abbey y efectiviwonder, lectorcitos, qué manera de gozar. La serie tiene a todo el mundo con el culo del revés y no es para menos, porque es una delicia de ver –muchas libras se han gastado en cada capítulo, ¡y qué vestuario! Si alguna vez me caso querría hacerlo embutida en uno de esos modelos diseñados por Poiret- y un ejemplo de entretenimiento y agilidad del que deberían aprender todos los culebrones con ínfulas. Además mi parte de historiadora (una parte muy, muy grande) disfruta como pocas veces lo ha hecho delante de la tele con todos esos pequeños detalles tan sherlockholmenianos como que el servicio planche las páginas del Times para que al señor no se le manchen los dedos de tinta o con esa escena en la que Maggie Smith envuelta en muselinas le pregunta desconcertada al joven Matthew: ¿qué es el fin de semana? Bravo. Casi toda la atmósfera y el contexto de la serie están condensados ahí, en esa pregunta. Maggie Smith interpreta a una lady de toda la vida acostumbrada a vivir de las rentas de las tierras y Matthew es un hombre que vive de su trabajo, un abogado de Manchester (¡qué ignominia! ¡nunca será un verdadero caballero!) que, hablando de no sé qué tema en el transcurso de una comida, dice “No pasa nada, lo haré el fin de semana”, y ahí es cuando Maggie Smith hace esa soberbia pregunta que resume y condensa todo lo que supuso la aparición de la sociedad industrial, con sus horarios y obligaciones, en el mundo agrícola que llevaba establecido, sin apenas cambios, varios milenios. Y habla de lo que supone ser un señor y ser un sirviente, y te hace comprender de golpe hasta dónde llegaba ese mundo hoy desaparecido (tal vez sólo superviviente en el palacio de Windsor). Jo, es que es como para levantarse y aplaudir.

Friday, December 03, 2010

Las cosas buenas que me ha dado Inglaterra

La pequeña monárquica que hay en mí está emocionadísima con la boda de Guillermo de Inglaterra y Kate Middleton. Como soy una persona racional y adulta, me opongo totalmente a la existencia de la monarquía, da igual que sean una vergüenza para sus súbditos –en plan el nunca suficientemente recordado, ponderado y elogiado “quiero ser tu tampax” del príncipe Carlos, que me cae genial y soy fan de sus mermeladas ecológicas- o mantengan la compostura –como se supone que hacen, argh, los Borbones-, hay que oponerse a la existencia de la monarquía por principios y porque por algo 1789 es un año con mayúsculas de la Historia. Pero la parte irracional que llora leyendo el pasaje de Guerra Mundial Z en el que se habla de los monarcas británicos durante la Segunda Guerra Mundial y se emociona con la escena inicial de “El Rey León” aplaude y se regocija ante el boato, la reina de Inglaterra y la boda del hijo de Lady Di (¡el hijo de Lady Di!), que es de mi edad y que cuando éramos pequeños era un bomboncito y ahora que tenemos 28 años se ha puesto feo feo, aunque aún así merece mi simpatía. Y Kate me encanta: tiene cara de lista, es mona sin ser espectacular y su familia tiene ¡una empresa de matasuegras! (bueno, de artículos para fiestas, que viene siendo lo mismo). Como dijo sabiamente Ming una vez que rompieron: “no me gustaba para Guillermo, pero me encantaba para Inglaterra”. Y ahora que se han reconciliado y se van a casar, aplaudimos la elección de William, hacemos planes para el día de la boda y recordamos todo lo bueno que nos ha dado la Pérfida Albión, que es mucho y variadito:

- Enid Blyton: la serie completa de Los Cinco con su cerveza de jengibre, su pastel de carne y ese rollo de niños prepúberes vagando libres sin la supervisión de ningún adulto enfrentándose a contrabandistas y ladrones (y la canción que les dedicaron Enrique y Ana con el extraño verso “porque Tim es el que más”); las series de los internados (“Torres de Mallory” o “La traviesa Elizabeth”) con sus extraños juegos de reglas incomprensibles que parecen tan emocionantes como el quidditch; sus toneladas de cuentos, de los que mis favoritos son los de la muñeca Arabella, en la línea de Toy Story y muy recomendables… kilos de páginas súper british, machistas, racistas y entretenidísimas.

- Topshop: sí, la ropa es carísima para los que pagamos en euros y la calidad no se corresponde con el precio; tienen esas prendas que sólo se pondría una británica borracha de vacaciones en Salou y ya vale de las colecciones de Kate Moss, pero en general Top shop me encanta, me flipa, y su web es estupenda.

- El earl grey de Twinings: en estos tiempos en los que todo el mundo bebe té blanco, té verde, té rojo antioxidante e infusiones de roiboos, reivindico el té negro (el de siempre, el de la casa, como Julito) de esta marca cuyo logotipo me fascina y que tiene la –para mí- virtud de que su sabor no se ve muy afectado por el agua con el que se hace. En Barcelona el agua sabe fatal y esta es de las pocas marcas con las que el té está casi tan rico como cuando se hace en un agua con menos cal.

- Sherlock Holmes y su recreado hogar en el 221 B de Baker Street. Que en realidad no está en el 221 B, sino en la casa de al lado, pero lo aceptamos y aplaudimos. Mi construcción mental de Inglaterra es casi exclusivamente victoriana debido a las historias de Sherlock Holmes que me tragué enteritas en mi infancia. Por eso Londres es un lugar maravilloso en el que en cualquier momento te puedes subir en un tren que te deja en Surrey o en Dover para enfrentarte a una vampira o a unos anónimos dibujos de muñecos danzantes que atemorizan a tu esposa. Y todo está lleno de parterres, balaustradas, zaguanes y guardas de la finca. Y te encuentras en la campiña inglesa, ese concepto que significa tanto, jalonada de lugares tan increíbles como los que aparecen en este genial programa británico, sólo que antes de la decadencia. Y en la pared de su apartamento Sherlock ha trazado a balazos las patrióticas iniciales V. R., de Victoria Regina, así que eso justifica por sí solo la existencia de una monarquía.

- Las series de la BBC, el logotipo del Thames, Benny Hill, esas obras maestras de seis capítulos como The It Crowd, The Office, Dead Set... Y ese ejemplo de lo que es la lucha de clases que se llamará para siempre en mi corazón “Arriba e abaixo” (porque la vi en la gallega), porque con la familia Bellamy aprendí lo que era el movimiento sufragista. De ahí el gusto por los mayordomos con librea y las cofias almidonadas. Sí, todo indica que me va a encantar esta serie.

- Inglesas borrachas que vienen de despedida de soltera a la soleada España. Parece un grupo de facebook, pero es la realidá. Se pasean con minúsculos vestidos a temperaturas heladoras, portan pollas de plástico en la cabeza y protagonizan “reportajes de investigación” en programas tipo “Seis días, siete noches”, siempre dramáticos e hilarantes.

- Actores británicos de esos que están curtidos de interpretar a Shakespeare y ponen la nota de calidad en producciones americanas. La lista es tan larga…

- Oliver Twist y su “por favor, quiero más”. O lo que viene siendo la literatura clásica inglesa, con mención especial para Oscar Wilde, Jane Austen y las hermanas Bronte, cuya ruta por sus escenarios sueño con hacer desde que leí “Querida Jane, querida Charlotte”, de Espido Freire (sí, lo sé), un libro que me encantó porque tiene ese rollo mitómano absurdo muy en la línea del peregrinaje que he hecho yo tantas veces por los escenarios de las obras y la vida de Jardiel Poncela.

- El museo Victoria y Alberto: una cosa muy poco moderna y muy poco arty, llena de encajes, vestidos, cucharillas de plata y recuerdos de cuando Inglaterra era la reina del mundo. Un lugar maravilloso y muy recomendable, para perder la cabeza, súperguachi e inspirador. En serio, la Tate está muy bien, pero más Victoria y Alberto.

- Las historias de Guillermo Brown: porque pocas veces se ha plasmado tan bien la retaguardia británica durante la segunda Guerra Mundial, con el padre de Guillermo jodidísimo porque no puede conseguir su queso Stilton debido al racionamiento. Y son historias infantiles de un ingenio y un talento que resisten de maravilla el paso del tiempo.

- Todo lo que está bajo la etiqueta de “humor inglés”, ya sea series, películas o libros en la línea de Woodehouse, (que le encanta a mis tíos), Chesterton y las historias cortas de Roald Dahl, que un novio que tuve definió muy acertadamente con “cómo se nota que son ingleses, en todos los relatos se dedican a apostar y beber”.

- Nick Hornby, que me gusta hasta cuando no me gusta (como en “Todo por una chica”, que no me gustó nada pero aún así, bien por él). Por haber escrito las novelas y haberlas adaptado en películas que me encantan aunque tengan mil defectos, como “Un niño grande” o “Alta fidelidad”. Por conseguir que yo, que odio el fútbol, disfrute mucho con “Fiebre en las gradas” (pese a estar traducido con la punta de la polla), el relato de su historia como hincha del Arsenal. Por haber trabajado en el guión en la ya muy de culto “An education”. Por haber incluído en “31 canciones” “I’m like a bird”, de Nelly Furtado, que no es de mis canciones favoritas pero fue su primer single y sin ella no tendríamos a la casi cejijunta Nelly entre nosotros.

- Las películas de James Bond, para siempre unidas a largas tardes de invierno en la aldea en las que aplaudíamos llenos de contento cuando empezaba “Octopussy” o “El hombre de la pistola de oro”. Y esa secuencia inicial de “La espía que me amó” (ay, esa canción de Carly Simon) que justifica por sí sola toda una saga, cuando James va esquiando, cae por un acantilado, todos -ejem- tememos por su vida y de pronto despliega un paracaídas con la Union Jack y nuestros corazones quedan henchidos de patriotismo por un país que ni siquiera es el nuestro.